Mis amigos me advirtieron del aislamiento social e intelectual, no podían entender que dejara toda la algarabía de la ciudad por un trozo de tierra en un pueblo apenas habitado. Cada cierto tiempo tengo un periodo de desconexión total con mi yo interno. Soy como una balsa que va a la deriva a la que la cuesta mantenerse en el camino del medio, vadeando a derecha e izquierda constantemente. Sólo en ocasiones decido desembarcar para una vez en la orilla, sentir la arena entre mis pies, recolecto algún guijarro y decido guardarlo, para seguir sintiéndome conectada con la tierra.
Desde pequeña me gustó perderme entre los árboles, observar la naturaleza en todo su esplendor. Observaba los insectos y su incansable trabajo, mientras daba vuelta a como podía hacer que el musgo brillara con todo su energia vital en mi hogar, que las pequeñas hojas derribadas por el viento formaran parte de mi libro de vida. A día de hoy pasados los cuarenta, no puedo evitar pararme a observar alguna araña que se cruza en mi camino mientras estoy en el jardín o pensar que otros usos pueden tener las malas hierbas que otros momentos del año me atormentan. Poco a poco voy dándome cuenta, que aunque el humano puede controlar, reutilizar e imitar casi todo, la naturaleza, la tierra no nos pertenece. Solo somos meros observadores de su esplendor y declive. Sin embargo, podemos ser conscientes de los lazos que inevitablemente nos unen a ella, a su esencia.
La tierra me llama, comienzo a conectar con mi yo más íntimo, con mi yo más auténtico. Y es entonces cuando me doy cuenta de lo desconectada que he estado, yo misma me había desatendido, descuidado, incapaz ya de alimentar todas mis ramas. No consigo mantener el equilibrio. Quizás esta vez sea la definitiva y consiga florecer como ser humano más completo.
El aislamiento en ocasiones es necesario para poder volver a escuchar, y sólo después somos capaces de elegir libremente nuestro camino, desde nuestro yo autentico, desde el amor.